Apuntes sobre la politización de la justicia constitucional: Implicaciones en la democracia y el Estado de Derecho (2/3)

Autor: Oswald Lara Borges

Justicia, Estado, Democracia, Constitución.
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No está sujeto a debate que la contienda política constituye el espacio público en el cual los distintos actores persiguen acceder al poder, o bien, mantenerse en su ejercicio. Ante ello, los ciudadanos para evitar los abusos de los actores políticos disponen de dos instrumentos para su protección: la democracia y el Estado de derecho (Maravall, 2003: 169).

Así, la democracia se ha convertido en el canal institucional que les permite a los ciudadanos elegir a quienes habrán de representarlos y gobernarlos y, por consiguiente, a través de ese medio tienen la posibilidad de ratificar o castigar a sus gobernantes o a sus partidos políticos cuando se celebran elecciones. En este sentido, O´Donnell (2007) señala que los ciudadanos al ejercer libremente sus decisiones electorales, no sólo son portadores de determinados derechos, sino que son el origen y justificación del poder sobre el que descansa la autoridad del Estado y el gobierno para tomar decisiones colectivamente vinculantes (O´Donnell, 2007: 183).

Por su parte, el Estado de derecho busca imponer límites legales a la discrecionalidad política de los gobernantes entre una elección y otra (Bobbio, 1994: 18[2]; Elías Díaz, 1998: 29; Maravall, 2003: 169). Al respecto, Elías Díaz (1998) señala que “el Estado de derecho es el Estado sometido al derecho, cuyo poder y actividad vienen regulados y controlados por la ley” (Elías Díaz, 1998: 29).

Desde el plano teórico, existe consenso que el Estado de derecho es uno de los atributos de gran relevancia de la calidad de la democracia (O´Donnell, 2007: 179). Empero, desde el plano teórico y empírico, también existe consenso de que los distintos actores, para materializar sus aspiraciones de llegar al poder, mantenerse en su ejercicio o generar contrapesos extralegales en sus relaciones de poder, no escatiman esfuerzos, ni recursos, en aras de controlar estratégicamente a las sedes judiciales, o bien, a los órganos que controlan la actividad política en sus distintas dimensiones.

La importancia de las funciones de control constitucional y control político que, dentro de la lucha por el poder, le han sido encomendadas a las sedes judiciales, los ha convertido en actores clave y estratégicos dentro del sistema constitucional y democrático. Esa es la razón por la cual los distintos actores, sabedores de la importancia que juegan esos órganos en las nuevas relaciones institucionales, entre éstas y los ciudadanos y entre éstos últimos, realizan acciones, a partir de las debilidades que presenta el propio diseño institucional, con la finalidad de influir importante y permanentemente sobre esas sedes, a pesar de que ello represente, como lo sostuvo Maravall (2003), “un atentado contra la democracia, o bien, altere las reglas y condiciones de la competencia política” (Maravall, 2003: 170).

El control estratégico de las instituciones jurisdiccionales encargadas de ejercer el control constitucional y el control de la actividad política no solo garantiza la obtención de decisiones judiciales favorables cuando estén de por medio sus intereses, eliminar o neutralizar al adversario político o generar contrapesos extralegales con el poder político, sino también permite impedir que emerjan a la luz pública aquellos actos ilícitos en los que hubieran participado, de manera tal, que los ciudadanos se encuentren impedidos de sancionarlos electoral o cívicamente por la comisión de esas acciones[3].

Así, la democracia y el Estado de derecho pueden verse sometidos por la política (Maravall, 2003: 175). Una de las estrategias a la que más recurren los actores que integran los órganos políticos de origen democrático, por su alto grado de efectividad, consiste en emplear la representatividad que les ha sido conferida por la ciudadanía vía sufragio —sea en forma individual o a través de alianzas con otros actores[4]— con la finalidad de controlar el proceso de selección de los jueces constitucionales, a fin de designar a toda costa a sus más cercanos colaboradores o representantes, en lugar de seleccionar a quienes se encuentren comprometidos con la defensa de los valores fundamentales establecidos en el orden constitucional. De esta manera, la democracia y el Estado de derecho como instituciones políticas quedan sometida a la actividad de los políticos que han sido elegidos como representantes populares[5].

Los efectos de esta estrategia política se verán reflejados en decisiones judiciales mediante las cuales se alteren las reglas y condiciones de la competencia política, incluso en contra de lo establecido en la Constitución y la propia democracia, con lo cual harán sucumbir el Estado de derecho.

Si los actores políticos pueden socavar el Estado de derecho con instrumentos democráticos, o bien, si a través del Estado de derecho se puede atentar contra la democracia y, por consiguiente, alterar las condiciones de la competencia electoral (Maravall, 2003: 173) entonces la combinación entre democracia y Estado de derecho es una simple ilusión ideológica.

(Continuará...)

 

Notas a pie de página: [2] Bobbio (1994) señala que por “Estado de derecho se entiende en general un Estado en el que los poderes públicos son regulados por normas generales (las leyes fundamentales o constitucionales) y deben ser ejercidos en el ámbito de las leyes que los regulan [...]. En la doctrina liberal, Estado de derecho no sólo significa subordinación de los poderes públicos de cualquier grado a las leyes generales del país que es un límite puramente formal, sino también subordinación de las leyes al límite material del reconocimiento de algunos derechos fundamentales considerados constitucionalmente, y por tanto en principio “inviolables””. (Bobbio, 1994: 18-20). [3] O´Donnell (2007) señala que “para los actores políticos, lo primero y, probablemente, lo más importante para sus fines sea el impacto electoral de sus acciones. Bajo esta concepción, el principal objetivo de aquellos son los electores, no los ciudadanos, excluyendo de la democracia la dimensión de la ciudadanía plena, que no sólo es política, sino también civil, social y cultural” (O´Donnell, 2007: 14). [4] Para los actores políticos no siempre es sencillo alcanzar los acuerdos necesarios para superar las mayorías constitucionales o legales exigidas para la designación de los jueces constitucionales, lo cual requiere que negocien los espacios que a cada uno de ellos les corresponderá y votar favorablemente las propuestas de los otros actores, aun cuando no estén de acuerdo con ellas, a cambio de que las suyas no sean rechazadas. Esto se denomina comúnmente como sistema de distribución de cuotas partidistas. [5] Nótese que esta práctica no es exclusiva de los partidos políticos, cada vez es más frecuente que otros actores (judiciales, económicos, sociales, medios de comunicación, grupos de presión, etcétera) busquen impulsar, a través de los canales institucionales establecidos, a sus más próximos representantes en aras de controlar esas sedes, sea porque sus actividades también son reguladas por esas instituciones, o bien, porque desean encontrar mecanismos informales de control estratégico sobre los políticos. Sin embargo, estas prácticas también resultan nocivas para la democracia y el Estado de derecho. 

 

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